Islandia: viaje a la isla del agua, el fuego y el hielo

2023-02-22 18:08:26 By : Ms. Hu Belinda

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Director de Viajes National Geographic

Llanuras alfombradas de musgo que se extienden hasta el horizonte. La colección de cataratas más caudalosas y fotogénicas de Europa. Volcanes que pueden hacer erupción bajo enormes masas de hielo y provocar crecidas devastadoras. Ochocientos manantiales termales, géiseres aparte. Una inmensa altiplanicie desértica orlada por un glaciar que se desparrama por ella como la cobertura de merengue de una tarta. Un aire cuya pureza vivifica la nariz al descender del avión... Islandia no se parece a ningún otro lugar del mundo. Recorrer la isla permite disfrutar de paisajes dignos de la mitología nórdica, escenarios de apariencia casi sobrenatural. Y sin necesidad de creer en los huldufólk (elfos, trolls...), como hacen más de la mitad de los islandeses. 

La forma óptima de conocer la isla es darle la vuelta por la carretera asfaltada que en su mitad sur discurre próxima a la costa. Un ruta de 1340 km que merece la pena ampliar tomando alguno de los autobuses de línea con tracción integral que se aventuran por las pistas de la meseta interior y que, tras vadear algún río, conducen a parajes extraordinarios.  

El Landnámabók (Libro del Asentamiento, compilado en el siglo XII) cuenta que Ingólfur Arnarson, originario de Sogn (Noruega), desembarcó en la isla en el año 874. Siguiendo la tradición, al avistar tierra arrojó por la borda los öndvegissúlur, los postes de madera de su sitial de ceremonias, esculpidos con motivos sagrados. A dos criados les llevó unos tres años localizarlos en la costa, y en ese lugar Ingólfur fundó Reikiavik («bahía humeante»).  

Hace casi 40 años no sabía si dar la vuelta a Islandia en el sentido de las agujas del reloj o en el contrario. Así que, evocando a Ingólfur, mi primo Fernando y yo lanzamos al aire una moneda de cinco coronas. Los dos delfines saltando de la cara indicaban claramente una ruta antihoraria o levógira. Resultó una opción tan acertada que la repetí en viajes posteriores. Y la recomiendo vivamente. Partir de Reikiavik hacia el sur brinda alicientes desde el primer día, con enclaves que hacen única a Islandia a corta distancia unos de otros. Eso garantiza el asombro y la variedad de entrada; también supone un destino idóneo si no hay tiempo para dar la vuelta a la isla. Mediada la segunda semana, recorrer los sobrios y descarnados paisajes del norte añadirá otra dimensión a la ruta. 

Foto: Getty Images / THINGVELLIR. Desde 930 hasta 1844, el parlamento islandés se reunía cada verano en esta grieta. El borde derecho corresponde a la placa del continente norteamericano y el izquierd

Si el océano Atlántico fuera un ser vivo, la cordillera volcánica que divide su lecho de norte a sur sería su columna vertebral. La dorsal meso-atlántica nace en las profundidades marinas, en la fisura entre dos placas continentales; en ella, los materiales fundidos del interior de la Tierra hallan menos resistencia para abrirse camino. Islandia es el único punto del Atlántico donde la cresta de ese dragón geológico emerge de las aguas.

En el año 930, los colonos crearon el Althing, el primer parlamento europeo. Tenía lugar al aire libre durante dos semanas cada verano en Thingvellir («explanada de la asamblea»), 45 km al este de Reikiavik. La gente acudía a pie o a caballo desde toda la isla para dirimir pleitos, pero también para celebrar festejos o comerciar. Que Islandia pasara a depender de la corona noruega en 1262 o de la danesa en 1397 no interrumpió esos encuentros. En 1844, el Althing se trasladó a Reikiavik. Justo un siglo después el país logró independizarse de Dinamarca.

Thingvellir es hoy un parque nacional. Dos crestas de lava paralelas entre las que fluye el río Öxará («del hacha») delimitan de forma natural el enclave de la asamblea. Esas dos crestas son precisamente la grieta emergida a partir de la cual Europa y Norteamérica continúan separándose unos 2 cm cada año. El río Öxará desemboca en el gran lago Thingvallavatn a través de la garganta de Thingvellir. Ese paraje, denominado Silfra, se ha convertido en un destino de buceo internacional. La extrema pureza de las aguas del lago –proceden del glaciar Langjökull y se filtran en la lava porosa durante decenas de años– genera una visibilidad subacuática excepcional, cercana a los 100 metros. Protegidos con un traje seco, los submarinistas tienen la sensación de volar o flotar sobre un alucinante cañón azul, mientras con una mano tocan el borde de la placa continental norteamericana y con otra, la europea.

Foto: Shutterstock / STROKKUR. La columna de agua hirviendo de este géiser brota subitamente cada 10 minutos y se eleva a 20 metros de altura.

Géiser es la palabra islandesa más universal, derivada del verbo geysa, brotar. En sus mejores tiempos, Geysir, el «Gran Géiser», proyectaba súbitamente el agua hirviendo a 60 metros de altura, pero hoy languidece y está acordonado por razones de seguridad. Afortunadamente, muy cerca se halla el inquieto Strokkur, que eyecta su columna hirviente a 20 metros cada pocos minutos. Vista a cámara lenta, la masa de agua surge con un brusco movimiento de torbellino y adquiere la forma de un bulbo que se estira y estalla en miríadas de gotitas. Una parte de ellas origina una nubecilla que se disipa en el aire. El agua que cae vuelve a ser engullida por el orificio del géiser. 

Gullfoss, la Cascada Dorada, completa el trío de grandes hitos al este de Reikiavik. Hace un siglo, la catarata más visitada de Islandia iba a ser anegada por una presa, pero Sigrídur Tómasdóttir, hija del granjero dueño de los terrenos, caminó varias veces hasta el parlamento de Reikiavik y lideró las protestas para impedirlo, afirmando que se arrojaría por ella si el proyecto seguía adelante. Las protestas dieron fruto y Gullfoss se salvó. Cuando hace sol, resulta habitual ver arcoíris en este escarpe donde el caudaloso río Hvitá («blanco») se precipita por una grieta de 32 metros. Desde 1978, una estatua rinde homenaje a Sigrídur.  

El sur de Islandia es la parte más verde y lluviosa del país. Las ovejas que trajeron los colonos en el siglo IX desde Noruega se aclimataron muy bien y la cabaña es hoy de 800.000 ejemplares. Las ovejas pasan el verano agrupadas instintivamente en dúos o tríos, campando en total libertad; en septiembre los granjeros emprenden largas batidas para recogerlas que se cierran con diversos festejos. El caballo islandés, de nutrida melena, gran resistencia y baja estatura, fue el otro pilar de cualquier granja hasta el advenimiento de los tractores. 

Foto: Shutterstock / LANDMANNALAUGAR. Montañas de ríolita con vetas de obsidiana y arroyos de agua termal configuran el paisaje de este enclave en el sur de la isla.

Landmannalaugar es uno de esos parajes que bien merecen desviarse de la carretera principal. Los autobuses todoterreno parten de la ciudad de Hella y recorren una pista de 100 km con buenas vistas al volcán Hekla (1491 m), considerado la puerta del infierno en la Edad Media. Las erupciones del Hekla son casi impredecibles, pues la actividad sísmica puede registrarse apenas una hora antes. La del 17 de enero de 1991 coincidió con el primer bombardeo de Bagdad en la Guerra del Golfo.

Los paisajes de Landmannalaugar son tal vez los más bellos de Islandia. En cuanto la nieve empieza a retirarse, las montañas de riolita despliegan una fascinante gama de ocres que contrasta con el verdor de la hierba naciente. Un río de aguas a 40 ºC serpentea por la pradera junto al refugio –la única construcción– y hace las delicias de los caminantes. En este singular oasis de lavas ácidas, los senderos discurren entre coladas de negra obsidiana que brillan como charol. Landmannalaugar es hoy un enclave cosmopolita y el origen del trekking más famoso de Islandia, que tras 4 etapas (55 km) desemboca en Thórsmörk. Existen refugios para pernoctar y acampar pero hay que cargar todas las provisiones. Caminando 22 km más y franqueando el umbral de dos glaciares se llega a la catarata de Skógafoss (62 m), la más imponente del litoral sur.

Foto: Shutterstock / SKÓGAFOSS. La catarata de Skógar, de 60 metros de alto, es una de las más caudalosas del sur de la isla. Un sendero escalonado la remonta por el lado derecho.

La cornisa que discurre paralela a la costa señala el antiguo nivel del mar y es pródiga en cascadas. De vuelta a la ruta principal, pasado Hella se llega a Seljalandfoss, una encantadora cortina de agua que también puede admirarse por detrás siguiendo un sendero resbaladizo. Mucho más caudalosa, Skógafoss es el mayor imán de Skógar. El museo de esta aldea testimonia la heroica vida pasada mediante cientos de utensilios y algunos edificios, entre ellos la escuela del lugar. Las viviendas, techadas con turba, eran muy precarias. En su única habitación, las paredes se inclinaban como en una tienda de campaña; las camas estaban literalmente adheridas al muro y reemplazaban a las sillas, pues la mesa se disponía en el estrecho pasillo central. Todo ello permitía calentar el reducido espacio sin malgastar turba. 

Vík í Mýrdal es el pueblo que marca la punta sur del rombo islandés, 190 km al sudeste de la capital. Su playa de Reynisfjara, de arenas negras, forma un escenario fantasmagórico bajo la bruma. Al pie de la vecina montaña de Reynisfjall, muy querida por los frailecillos y otras aves marinas, el oleaje socava unos imponentes órganos de basalto. Se dice que los esbeltos pitones rocosos que se alzan del agua son las velas de una nave de tres mástiles arrastrada por los trolls y petrificada bajo la luz del amanecer. 

En el año 1000, el parlamento adoptó el cristianismo como religión pero toleró el culto privado a los dioses nórdicos. Con ello la isla accedió a la cultura cristiana y al alfabeto latino, conservando la pagana. Entre los siglos XII y XIV, en Islandia floreció la mejor literatura de Europa. Las sagas o los poemas que integran la Edda cuentan cómo vivían los islandeses y son la mejor fuente para conocer los mitos y creencias de los pueblos nórdicos, que a veces parecen inspirados por este territorio. El fresno Yggdrasil, árbol de la vida que enlaza los diferentes mundos, difícilmente crecería en una isla sin apenas bosques, pero algo parecido al Fimbulvetr –el invierno de inviernos que se prolonga tres años y anuncia el Ragnarök, el fin del mundo nórdico– se vivió a finales del siglo XVIII. En 1783, la erupción del Laki duró ocho meses y abrió una fisura con 115 cráteres en la zona más poblada de la isla. La emisión de gases y cenizas fue tan copiosa que en los años siguientes oscureció la luz del sol. Los pescadores no podían faenar y la hierba, contaminada de azufre y flúor, intoxicaba al ganado. Según las sagas, murieron más de nueve mil personas (el 20-25% de la población), la mitad de las vacas y tres cuartas partes de las ovejas y de los caballos. Ante la catástrofe, Dinamarca no tuvo más remedio que levantar las prohibiciones comerciales y bajar los tributos. 

Foto: Shutterstock / Parque Nacional del glaciar de Vatnajökull. Al glaciar de Skaftafell se accede en un breve paseo desde el camping homónimo, en el Parque Nacional Vatnajökull.

La carretera que lleva al Parque Nacional Vatnajökull atraviesa ese vasto campo de lava y cenizas del Laki. Skaftafell es la puerta al glaciar Vatnajökull, tan voluminoso que podría cubrir las provincias de Madrid o de Barcelona con una capa de hielo de 400 metros de altura. El Vatnajökull es un inmenso escudo blanco que recubre la altiplanicie donde despuntan las cumbres más altas de Islandia, como el Hvannadalshnjúkur (2119 m).

Salvo que se sea un montañero con experiencia a toda prueba o se contrate un tour motorizado al corazón de esa masa helada, lo que suele contemplar el viajero son la treintena de glaciares de valle que emergen del Vatnajökull como tímidas pero a la vez colosales patitas. El Skeidarárjökull (jökull significa glaciar) es el emisario más grande y el bastión de su flanco sudoeste. Ya en el parque nacional, al Skaftafellsjökull se accede tras un paseo de media hora desde el camping principal, donde otra excursión clásica es Svartifoss, la «cascada negra», con sus órganos hexagonales de basalto.El Breidamerkurjökull es el glaciar más fotografiado: incluso los autobuses de línea se detienen para que los pasajeros contemplen la laguna de Jökulsárlón, donde el hielo se desgaja en prodigiosos icebergs azulados. Esta laguna es hoy todo un emblema de Islandia, pero no existía hace un siglo, cuando el Breidamerkurjökull llegaba al mar.

En Hofn, antesala de los fiordos del este, el aroma a harina de pescado flota en el aire (peningalykt: «olor a dinero»). Los ferris procedentes de Dinamarca amarran en Seydisfjördur. A continuación, la carretera 1 gira rumbo noroeste.

Foto: Shutterstock / ASKJA. Esta gran caldera acoge un lago azul zafiro helado buena parte del año. El cráter del Viti, en primer término, permite bañarse en agua termal.

Las tres calderas unidas del Askja son la gran excursión de las Tierras Altas de Islandia. Para llegar a este volcán se suele tomar un autobús en Reykjahlíd, al norte del lago Myvatn. En su tramo final, la pista avanza, o más bien surfea trabajosamente, por lo que parece un encrespado océano de lava, petrificado en el curso de una tempestad. Cerca del Herdubreid («la de los anchos hombros», 1682 m), montaña emblemática de Islandia, el vehículo ha de vadear un río que genera un pequeño oasis de verdor en el Odadahraun, el mayor desierto de lava de la isla. Por fin se detiene el motor en el refugio de Dreki. Pernoctar en él o acampar en su vecindad es la mejor forma de apreciar este enclave extraordinario. Y permite aplazar para otro día el zarandeo de la vuelta.  

Asomarse al cráter del Askja requiere abrigarse bien y andar 8 km desde el refugio. Un lago azul zafiro a 1100 m, helado la mayor parte del año y de 220 m de profundidad, ocupa la gran caldera gestada en la erupción de 1875 y encajada en otra aún mayor. Contiguo a él, el pequeño cráter del Viti («Infierno»), de cálidas aguas turquesa lechoso, incita a un baño con efluvios de azufre a quien ose descender y remontar sus lodosas paredes.  

Pasear sin rumbo por los alrededores del refugio de Dreki permite gozar de la quietud de este paraje desértico, solo accesible en verano. En la ocre inmensidad, la vista se prenda de las formas y colores de una roca, una pequeña planta o un promontorio de lava. Este desierto surcado por arroyos podría recordar a la altiplanicie tibetana aunque a mucha menos altitud. 

Foto: Shutterstock / KIRKJUFELL. La Montaña de la Iglesia evoca con su forma un campanario y se halla en la costa norte de la península de Snaefellness.

El lago Myvatn brinda la mejor base de operaciones para conocer el vulcanismo de Islandia. En las solfataras de Námafjall, los pozos de barro que borbotean muestran a la Tierra creándose a sí misma. Los cráteres y el campo de lava del Krafla quizá sean más jóvenes que quien camina por ellos. La laguna de la central geotermal permite darse un baño caliente al aire libre disfrutado del inacabable crepúsculo ártico –y en un entorno más atrayente que la Laguna Azul, cercana al aeropuerto de Reikiavik–. Recorrer la cresta del oscuro cráter del Hverfjall y pasear entre las fantasiosas formaciones rocosas de Dimmuborgir es otra buena excursión. También es habitual dar la vuelta en bicicleta alquilada al lago Myvatn (36 km llanos), hogar de numerosas especies de aves propias de zonas húmedas. Pero bastará detenerse en la orilla para comprender lo que significa su nombre: «el lago de las moscas enanas» 

El río Jökulsá á Fjöllum nace en el glaciar Vatnajökull, fluye rumbo norte y forma la catarata de Dettifoss, la más caudalosa de Europa. Bajo el gélido escudo del Vatnajökull humean volcanes que pueden desencadenar inundaciones arrolladoras. El amplio cañón de Ásbirgy, con aspecto de herradura, se creó en uno de esos jökulhlaups, cuando el caudal del Jökulsá á Fjöllum pudo equipararse puntualmente al del Amazonas. Pero hace dos mil años el río desplazó su cauce al este y abandono ese meandro hendido en la roca. Dice la tradición que Ásbirgy es una huella de herradura de Sleipnir, el caballo gris de ocho patas que Loki le regaló a Odín con estas palabras: «Ningún caballo igualará la velocidad de este. Te llevará por mar, tierra y aire, también a la Tierra de los Muertos y de vuelta aquí». Este apacible enclave, poblado de abedules, es una morada predilecta de los elfos. Se aconseja pues hablar lo mínimo o hacerlo sottovoce. 

La fabulosa cascada de Godafoss se llama así porque por ella arrojó el letrado Thorgeir Thorkelsson en el año 999 las estatuas y símbolos de los antiguos dioses nórdicos, tras un día y una noche de meditación en silencio bajo una manta de piel, en un ritual chamánico. La posterior conversión oficial de la isla al cristianismo previno una invasión exterminadora desde el continente. 

Akureyri es la capital del norte y su jardín botánico acoge quizá los árboles más altos del país. Reikiavik dista casi 400 km pero es habitual alargar la vuelta incluyendo la península de Snæfellness. Por el cráter del volcán que le da nombre penetraban los héroes de la novela Viaje al centro de la Tierra, aunque Verne tal vez desconocía que un glaciar tapona totalmente la entrada. En la costa norte de la península, el Kirkjufell es hoy quizá la montaña más fotografiada de Islandia. 

En Reikiavik concluye esta experiencia de pura naturaleza. La capital y su distrito acogen al 63% de los 366.000 islandeses. El Museo Nacional reúne el patrimonio artístico del país combinado con la obra de creadores modernos. Una amalgama que también se percibe paseando por las calles de esta capital nórdica, a medio camino entre Escandinavia y Norteamérica. 

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